El empresario Marcelo Torcida dirige una película que parece destinada a los retiros espirituales.
Por Jorge Coronel
Cuando lo mejor de una película se limita a su fotografía, al cuidado del maquillaje y a un par de actuaciones, algo grave ha pasado. Es cuando el espectador se inquieta y se pregunta qué ha hecho para merecer tanto tiempo perdido. Felices los que lloran, se titula este filme, y tal vez el autor haya querido honrar eso. “Felices los que lloran, porque recibirán consuelo”, reza el fragmento bíblico al que hace alusión la cinta. Pero el consuelo solo llega con los créditos finales, muy a pesar nuestro.
La película cuenta la historia Juan (Harry Stanley), el hijo de una familia acaudalada de Asunción que busca su independencia ante las presiones de su padre, quien desea que piense en su futuro y de una vez por todas encamine su vida. En medio de esa crisis existencialista, se involucra en el tráfico de drogas y pone su vida en peligro.
Los personajes son estereotipados de principio a fin: un rockero –oh, rockero– se convierte en dealer” peligroso (la prejuiciosa relación rock-estupefacientes), mientras forman parte del relato sobrenombres como “Cheto” y “Judío”, ambos nombrados en las interlocuciones de forma despectiva. Se perciben apariciones solo metidas con calzador. Así, la Orquesta H2O de Sonidos de la Tierra casi no es más que un elemento decorativo.
Las actuaciones, desde ya, distan mucho de convencer. El protagonista, Harry Stanley, desnuda una actuación frágil, que –tal vez– no fue peor solo por falta de texto. «Este tema va dedicado a todas las personas que se sienten acosadas en su vida”, dice el supuesto frontman que parece cualquier cosa menos un vocalista de rock.
El mensaje de inclusión es constante en la película. Y eso también se denota a lo largo del casting. Y es que cuesta entender –por ejemplo– la participación de Carlos Ortellado, modelo devenido en presentador y actor, quien no logra convencer en ninguna intervención. También cuesta entender la insípida interpretación de Claudia Scavone, a pesar de su formación y experiencia como actriz.
Las sorpresas van de la mano de las jóvenes actuaciones. La frescura y picardía de Juanma Rojas y Fátima Fernández, prometedoras apuestas de un cine renovado. También sobresale la versatilidad del argentino Carlos Echevarría (Ricardo, el padre en conflicto) y el actor españolCarlos Cabra como el cura y médico Mario María.
A falta de un mayor sustento, las locaciones aportan un clima especial. Los pintorescos paisajes de Loma San Jerónimo y las secuencias aéreas del vertedero de Cateura son, seguramente, la mejor parte del film.
Personajes planos, diálogos adoctrinados y frases cursis acaparan los 93 minutos de duración de una película desenvuelta en tono melodramático, con decisiones que convergen cual comedia del absurdo.
Si la búsqueda del cineasta estribaba en trasladar su mensaje a niños y adolescentes de instituciones católicas, es muy probable que lo vaya a lograr. Y los interesados en algo así deberían verla. Por lo demás, cinematográficamente, nunca supera esa premisa. Con narrativa liviana, frágil y excedida de simbolismos, al filme no le salva siquiera la oración.
Quizás la próxima apuesta de Torcida sea mejor. Que así sea.