El cine paraguayo sigue su curso con Luna de cigarras: una historia sobre el narcotráfico, que no muestra el narcotráfico. Un tono de humor oscuro, que no siempre hace reír.
Por Jorge Coronel
En la búsqueda de la excelencia en el cine hecho en casa nos volvemos a encontrar con el mismo inconveniente; esa herramienta que sirve de base, como cimiento a una casa: el guión. De esa herramienta pocas veces considerada se estructura una historia, que toma forma en imágenes en la gran pantalla.
Veámoslo así: la ópera prima de Jorge Bedoya nos logra entretener, nos muestra paisajes de nuestra urbanidad como nunca nadie nos pudo mostrar y nos dibuja variopintos personajes que nos podrán sacar alguna sonrisa. Pero son varios los cabos sueltos del cuento que intenta contar, que nos termina hiriendo como un sutil puñal al desaprovechar semejante despliegue con su planteamiento argumental.
La influencia “tarantinesca” en su mirada de director es clara desde el inicio: ya la secuencia inicial –revelada en el teaser y en el tráiler final–, que inevitablemente nos remonta a filmes como Perros de la Calle (1992) y Bastardos sin Gloria (2009).
El filme gira en torno a una historia de narcotráfico que tiene su inicio con la llegada del estadounidense J.D.Flitner al país, quien busca campos para poder cultivar marihuana. Como contacto principal, lo recibe Gatillo, quien trabaja para un “poderoso” de la mafia de las drogas, a quien llaman “Brasiguayo”.
Desde allí, aparecerán una serie de personajes: la dupla integrada por Rodrigo y Torito; el gánster violento de Duarte, el aliado tonto de El Chino y un tornero a cargo de Juanse Buzó.
Pero esa historia de narcotráfico termina diluido entre burdeles asuncenos y prostitutas de poca monta, con una historia paralela que aparece, sin haberse anticipado a lo largo de su desarrollo.
Entre las virtudes del filme, sobresale una formidable dirección de actores, enriquecida por los excelentes diálogos trabajados por Tito Chamorro (7 Cajas), que enuncian frases entrañables como “El que se chipa pierde” y “Un funcionario tiene que funcionar”. Sin embargo, el humor particular que maneja sirve para definir al director… aunque no siempre logra hacernos reír.
La historia, que pretende venderse coral, se diseña en un difuso laberinto que pierde fuerza en relación a la mafia, las armas y los helicópteros que nos muestran el tráiler y los afiches.
El personaje interpretado por Nathan Haase se convierte, probablemente, en el narcotraficante más ingenuo de la historia. Aun presentado como el disparador principal y con experiencia en su Estados Unidos natal, el personaje se pierde entre el montón del reparto local y, ya en el clímax del film, se queda en el olvido.
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