Inspirada en la vida y obra del legendario Agustín Barrios, el cineasta Luis R. Vera recrea la historia del ilustre músico paraguayo. El fascinante personaje se pierde entre recursos que desequilibran la narración.
Por Jorge Coronel
No caben dudas de que si algo sobra en esta producción es el amor al arte. Pero en el cine, como en la vida misma, solo el amor no basta. Es que cuesta entender cómo la primera cinta local con un presupuesto superior al millón de dólares puede hacer agua en partes fundamentales.
Como suele ocurrir en el cine paraguayo, el más económico y básico elemento –el guión– se convierte de nuevo en el gran inconveniente. El personaje de Mangoré, protagonista indiscutible del film, es caracterizado en sus distintas etapas: infancia, juventud y adultez. Con un salto continuo en el tiempo –del flashback alflashforward, y viceversa–, la cinta se convierte en un álbum fotográfico que tiende a mostrarnos todo… pero a contarnos nada.
Los intensos momentos como los recitales del Mangoré interpretado por el mexicano Damián Alcázar (El crimen del padre Amaro, La dictadura perfecta), los registros inspirados en un estudio de grabación o la química lograda en sus relaciones personales se pierden entre conversaciones que poco y nada aportan a la trama, en una lista casi infinita de personajes que -como fotografías que suben y bajan, se sacan y cambian de lugar- ingresan y salen del relato, perdiéndose en la misma nada. El álbum de fotos cambia de página, dejando en crudo pequeñas historias que bien pudieron haber hallado un engranaje feliz.
Alcázar logra lucirse en la piel del legendario artista, aunque por momentos su acento muta entre el paraguayo, castellano neutral, mexicano (norteño) y hasta colombiano. Aunque la decisión pudo haberse marcado adrede -en busca de retratar su condición cosmopolita-, esto termina debilitando al personaje y confundiendo, por ende, al espectador.
El Agustín Barrios juvenil recae en manos de Celso Franco (7 cajas, Lectura según Justino). El actor popularizado con la cinta de Maneglia-Schémbori hace una interpretación desabrida, indiferente y, a simple vista, carente de dirección. Nos cuesta observar a un joven Mangoré tan apático y apagado.
El personaje de Francisco Martín Barrios, poeta y hermano del músico, está a cargo de Joaquín Serrano (Libertad), en un rol protagónico impreciso que -en aislados y muy escasos momentos- logra repuntar, sin mucho éxito.
La brasileña Aparecida Petrowky aporta su encanto y carisma, interpretando a Gloria Vera, el gran amor de Mangoré. Una refinada Lali González (7 cajas), por su parte, se luce como Isabel Villalba, la primera mujer de Barrios. Aunque el paso del tiempo reflejado en el texto nunca acompaña su caracterización.
Un plantel de primeras figuras se despliega con nombres como Graciela Pastor, Ramón del Río, Myrian Sienra, Jesús Pérez y Clotilde Cabral. Todos desaprovechados a lo largo de la narración.
Las decisiones artísticas de casting se tornan todavía más dudosas cuando encontramos volátiles papeles para figuras como José Ayala, Jorge Ratti, Raúl Melamed, Lucía Sapena y Nadia Portillo, algunos de ellos con un par de bocadillos que poco y nada aportan a la trama. Hasta la aparición de la también actriz Tana Schémbori desorbita al espectador en un pasaje actoral poco feliz. El star system, de alguna forma, se pudo haber justificado mejor.
Entre las grandes incógnitas del film se encuentra el uso excesivo de la cámara en mano. Como si intentara convertirse en un protagonista más de la historia, la fotografía se torna cruda, desprolija y -por momentos- hasta insoportable. Un recurso que pareciera haber sido tomado al azar, como casi toda su estructura narrativa.
Los diálogos no encuentran un nivel del lenguaje definido, entre la elegancia de una época y la jerga juvenil. Tanto, que resultará pintoresco el momento en que le preguntan a Barrios si “se abre” (alejarse) o no de determinada situación.
A simple vista, la puesta en escena denota un vestuario correcto y elementos de época discretos. Hasta que percibimos manijas de puertas de la actualidad o un avión que data de los años ’70, entre otros elementos que hacen flaquear la artística.
La música –infaltable en una “biopic” de estas características– se torna exquisita a través de las manos de Berta Rojas, con las creaciones de Mangoré y una bella banda sonora compuesta por el brasileño Marcus Viana y el argentino Willy Suchar.
La mirada hacia Mangoré, en la “versión libre” de Vera, encontrará su mejor virtud como un chispazo de interés a las nuevas generaciones (y, no nos queda duda, fuera de nuestra frontera). La fidelidad biográfica, sin embargo, será un punto debatible. Difícilmente la cinta nos transmita la esencia del “hombre extraordinario detrás de un músico maravilloso”, tal como promete la producción. Se trata, más bien, de una visión sutil del mito que rodea al genio. Artista bohemio, misterioso, mítico, mujeriego, prolífico, incomprendido y en constante crisis interna. Ese es el Mangoré que Vera retrata en algunas escenas tan hermosas como magistralmente desaprovechadas.